jueves, 4 de febrero de 2010

Viena (02).

Existen aún en Viena tiendas de ésas donde se venden cosas extraordinarias: Estatuillas en forma de momias tendidas en minúsculos sarcófagos, amuletos colgados entre los collares de granates y topacios, montados en cadenas de plata o engastados en el oro más fino, o también corazones de madréporas lívidos y salpicados de manchas, y otros hechos con esa espuma de mar blanca que contiene algo que se asemeja a gotas de sangre.


Otros corazones de jaspe, también sanguinolento, perforados en ocasiones, y que habían hecho morir a alguien. Ágatas, dientes y garras de animales salvajes y el fascinante, duro diente de tiburón que se supone que nace donde cae el rayo, en la tierra o en el agua. Pues se pensaba que estos dientes fósiles los producía la propia tierra. Plinio había creído que caían del cielo durante los eclipses de Luna, esa Luna que gobierna el mundo de los venenos. Aquellas piedras recibían el nombre de ceraunias o piedras de rayo: Tardaban un tiempo infinito en volver a la superficie donde se habían hundido bajo forma, se decía, de hacha o de flecha de jade verdoso. Se encontraban allí concreciones que no pertenecían al mundo mineral, como esas alectorias que se forman en el hígado de los gallos viejos y una piedrecilla hueca que tenía grabada una especie de ojo que era una batracita.

Valentine Penrose, "La Condesa Sangrienta".

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