Roma, la Ciudad Eterna, es una urbe brillante y populosa, la heredera del antiguo Imperio Romano y la depositaria de los mayores tesoros del pasado y del presente. Pero no sólo es esto. Es, también y sobre todo, la sede de uno de los mayores poderes del mundo, la cabeza de la Cristiandad, el trono desde el cual el Sucesor de Pedro dicta la ley que Dios, sólo a él, confía.
O así era hasta ahora.
La gloria de Roma.
Sería inútil agotarnos aquí describiendo la gloria de Roma y de su historia, su pasado papel como cruel capital del mundo y como cuna dorada de la civilización occidental. Tras convertir Europa al cristianismo y quedar dividido el Imperio que dependía de ella, la Ciudad no fue relegada al olvido, sino que se convirtió en trono de la cabeza de la Iglesia: La Corte Papal ha permanecido en Roma durante casi toda su historia. Durante siglos ha sido un lugar de peregrinación, el más santo de todos los de la cristiandad. Son innúmeras sus iglesias, sus capillas y oratorios, y las reliquias que contienen.
Roma es la capital de los Estados Pontificios, un gran dominio en el centro de las Italias, que limita al Noroeste con las repúblicas de la Toscana, al Noreste con Ferrara y al Sur con el viejo Reino de Nápoles. Se hallan dentro de sus fronteras ciudades como Imola, Forli, Perugia, Foligno y Ravenna, además de diversos feudos rurales, siendo gobernados todos estos lugares por rapaces y autocráticas familias nobles. Los esfuerzos papales por mantener su control sobre ellas se enfrentan a veces a dificultades, y pasan lo mismo por la diplomacia que por las armas.
Naturaleza de Roma.
Roma se halla en la región del Lacio, construida sobre las así llamadas Siete Colinas, a orillas del río Tíber, que desemboca en el mar Tirreno a algo menos de quince millas de la Ciudad Eterna. Se trata de un río navegable, por el que barcos de no mucho calado pueden entrar hasta Roma desde el mar, y por el que pueden descender barcazas menores desde el interior de la península. Sin embargo, la mayoría de mercancías que entran o salen lo hacen por tierra, y el puerto que suelen usar los romanos para emprender viajes o negocios por mar es el de Civitavecchia, a casi cincuenta millas al Noroeste y al otro lado del río Mignone. El benigno clima procura un verano cálido, y un otoño similar a una segunda primavera. El invierno es mucho más frío, pero aún así rara vez llegan las nieves a caer sobre la ciudad.
Desde el siglo anterior, Roma está en plena expansión y renovación. Los sucesivos Papas que la han gobernado desde aquel tiempo han sido tan celosos de su prestigio como mecenas como los nobles de los que se rodean, y continúan haciendo grandes esfuerzos por construir en sus dominios iglesias, palacios (como el del Embajador de Venecia, el Farnese o el Massimo alle Colonne, terminado en 1536) y otros brillantes edificios, siempre en las más lujosas piedras y mármoles y bajo los designios de los mayores arquitectos del mundo. Por otro lado, sólo los más prestigiosos pintores y escultores son llamados a ponerse a las órdenes de la Iglesia. En cualquier caso, no es raro que el artista o el viajero interesado encuentre aquí a maestros de diversas artes como Leonardo da Vinci (1452 - 1519), Miguel Ángel (1475-1564) y Rafael (1483-1520), o a alumnos aventajados como Giovanni Antonio de' Bazzi "Il Sodoma" (1477 - 1549), Antonio da Sangallo (1484-1546) y Benvenuto Cellini (1500 - 1571).
Pero esa expansión en el lujo palaciego no es la única que experimenta Roma. Casi todos sus barrios han crecido en los últimos tiempos, y se organizan obras públicas con el fin de ensanchar las calles y avenidas más importantes que ya existían. Algunas zonas de humedal cercanas al río Tíber han sido desecadas para construir en ellas plazas y edificios, y el número de viviendas crece para poder alojar a los más de 50.000 habitantes que conforman una población en crecimiento.
La mayor parte de las casas no superan los dos o tres pisos, y suelen estar construidas en piedra o ladrillo antes que en madera, en la cual sí se construyen vigas, escaleras y balcones. Las paredes exteriores suelen dejarse con los materiales vistos, o a veces se encalan, pero en cualquier caso es normal que aparezcan garabateadas con dibujos o mensajes de caminantes poco respetuosos. La vivienda de familia o de vecinos típica suele ser de forma más ancha que alta y líneas horizontales, a veces con patio interior. Las líneas regulares de las casas, no obstante, contrastan con las irregulares de las calles, que suben y bajan por las cuestas de las colinas conforme a diversos trazados medievales, cada uno lanzado, generalmente, propiciando una precipitada reconstrucción de determinado barrio tras su incendio o saqueo hace siglos. Generalmente no sólo no están empedradas sino que la tierra de su suelo causa alguna dificultad ocasional: Tanto puede la lluvia embarrarlas hasta convertirlas en auténticos lodazales, sobre los cuales en ocasiones y en según que zonas de la ciudad se tienden maderas a guisa de pequeños puentes, como el calor veraniego dejarlas endurecidas y cubiertas de un polvo casi arenoso de tan secas. Andando por cualquiera de esas calles se sale de vez en cuando a alguna de las grandes vías, por lo general empedradas y convenientemente mantenidas, que sirven de frontera a barrios y manzanas.
No son pocas en Roma las tabernas, los prostíbulos y los garitos del juego. Las ordenanzas municipales se esfuerzan en impedir la publicidad y notoriedad de estos lugares, pero eso no hace que el vicio desaparezca, sino que simplemente se disimule.
Calles y barrios de Roma.
La puerta Norte de la muralla de Roma es llamada Puerta Flaminia, y da a la Piazza del Popolo, en el inquieto barrio conocido como el Campo de Marte, de la que salen las Vías del Corso, la Leonina y la del Babuino, las dos primeras según su trazado antiguo y esta última terminada de construir en 1525. La Via del Babuino termina en la Piazza de Spagna, con el palacio del embajador español y la iglesia inconclusa de la Santissima Trinità al Monte Pincio. La Via Leonina, por su parte, se dirige hacia el otro lado del río Tíber, al Monte Vaticano, donde se hallan los palacios papales. La Via del Corso se ve rodeada de calles que salen de ella y en las que se hallan las casas o al menos los locales de los mayores comerciantes de la Ciudad, y termina en la Piazza Venezia, dominada por el palacio del embajador correspondiente.
En esta plaza comienza uno de esos barrios en actual transformación y reconstrucción, muy poblado por toda suerte de pequeños comerciantes, artesanos y otros trabajadores, el cual culmina en las ruinas del Coliseo, habitado en parte por una orden mendicante, y las del enorme Foro Romano. Alrededor de ese lugar aparecen, en contraste con los barrios populares al Norte y la oscura judería al Oeste, casi lindante con el río, algunas residencias lujosas, de aire clásico muchas de ellas. Al otro lado del río, al Sur del monte Vaticano, se extiende el barrio del Trastevere, hogar de trabajadores villanos y de comerciantes, entre ellos artistas que tienen allí sus talleres junto a los artesanos habituales.
La Piazza Navona.
Así llamada desde los últimos años del siglo XV, la Piazza Navona, presidida por la Iglesia de San Giacomo de gli Spagnoli, se alza sobre las ruinas del estadio de Domiciano, cuyo trazado sigue, en el barrio del Campo de Marte. Se celebra en ella el mayor mercado de Roma, en el cual es posible encontrar todo tipo de alimentos y mercancías.
El Panteón.
Otra de las maravillas del Campo de Marte es el Panteón, templo romano consagrado a todos los dioses paganos que en su época se adoraban, posteriormente convertido en templo cristiano: La basílica de Santa María ad Martyres. Esa consagración al cristianismo ha permitido su buena conservación, para mayor magnificencia y orgullo de Roma y para admiración y estudio de todos los arquitectos que tienen la oportunidad de visitarlo.
Una leyenda popular bastante contradictoria y extravagante afirma que la ventana redonda de lo alto de la cúpula fue abierta a mediados del siglo XV por el Diablo, que abandonó enfurecido el edificio a través de su techo. Aunque esto es, por supuesto, increíble, algunos dicen que sucedió algo asombroso de lo que este cuento no es más que un recuerdo distorsionado, durante una visita de Pietro Bailardo, mago y nigromante, autor del sólo parcialmente conocido Libro del Comando, un fabuloso manual de Magia Blanca y Negra. Al parecer, el hechicero, arrepentido de sus pecados, habría ocurrido a orar y confesarse a esta iglesia, cuando ocurrió algo muy raro... Algo que, en cualquier caso, nadie parece ser capaz de narrar con precisión.
La Isla Tiberina.
En mitad del río Tíber, entre el barrio de Trastevere y el monte Capitolino, se halla la Isla Tiberina, unida mediante viejos puentes de piedra a ambas orillas, y en la cual se aloja un edificio medieval rodeado de las ruinas de su muralla y con una pequeña torre fortificada, que ha pasado recientemente a ser un convento franciscano. Se sabe que ese edificio fue construido sobre un viejo templo a Esculapio, dios de la medicina, así que no deja de ser curioso que albergue un hospital de enfermos atendido por los solícitos hermanos.
Santa María del Popolo.
Con su austera fachada encarada a la plaza llamada del Popolo, en la Colina Pinciniana, la iglesia de Santa María forma parte de un convento de agustinos (aún no está adscrita a ningún título cardenalicio). Tiene la particularidad de estar construida sobre la que fue tumba del Emperador Nerón, lugar en el que creció (según algunos, durante siglos) un nogal que servía de punto de encuentro a brujas y nigromantes. La iglesia original de Santa María fue construida en el lugar hace siglos, tras desenraizar el árbol maldito y esparcir las cenizas de aquel Emperador enemigo acérrimo del cristianismo. Existe la creencia de que si alguien llamara al Maligno en las inmediaciones de la iglesia, pero siempre fuera de ella y durante la noche, éste no tendría ningún problema en aparecer. Más aún, existe el rumor de que en tiempos recientes varios incrédulos, cuyos nombres varían según quien cuente la historia, han prometido en un momento de embriaguez u ofuscación hacerlo, para dirigirse en la oscuridad a las cercanías de la plaza y no volver a ser vistos.
El Foro.
La zona que en su día acogió el Foro se halla completamente arruinada. Pese al estado de conservación relativamente bueno de algunos de los restos más grandes (como la Columna de Focas o el Arco de Septimio Severo), el lugar es hoy un campo de ruinas que semeja un cementerio de edificios, irregularmente dividido por muros desgastados y columnas semiderruidas que parecen brotar de la tierra. Muchas de esas obras del arte y del ingenio de los antiguos romanos han sido cubiertas, al menos parcialmente, de tierra o escombros, y sobre ellas ha crecido la hierba en tal cantidad que durante mucho tiempo el Foro ha sido el lugar al que los pastores de la ciudad podían llevar a sus vacas a pastar.
Sin embargo, ni siquiera esa costumbre más o menos bucólica ha llegado hasta hoy. Hace al menos décadas que las autoridades reclaman el excelente mármol para las construcciones en marcha, y ordenan de vez en cuando la demolición de algún edificio y el saqueo de sus materiales, debiéndose a veces desenterrar gran parte de ellos. Buen número de operarios se ponen entonces a la labor, y, tras instalar algún ingenio necesario (como un horno o una grúa) desmontan poco metódicamente alguna de las ruinas. Algunos artistas, como el propio Miguel Ángel, alzan la voz ante la pérdida de esos monumentos a la gloria de Roma, pero sus mecenas se preocupan más por la de la Iglesia y por la suya propia.
Durante las horas de oscuridad, el Foro es generalmente evitado. Son comunes los rumores acerca de hallazgos inquietantes salidos a la luz durante las obras y excavaciones en el lugar, sobre corredores ocultos entre las ruinas que se hunden en la tierra, o sobre objetos malditos por los viejos dioses que traen la desgracia a quien trata de quedárselos o siquiera de moverlos. Durante la noche las supersticiones se escuchan con otros oídos, y trabajadores para los que no es raro moverse por la zona durante el día insistirán en no frecuentarla sin el Sol en el cielo. Si estos rumores han sido sembrados para evitar el tráfico de hallazgos valiosos a espaldas de los poderosos o si son advertencias sinceras sobre algún extraño peligro real, nadie puede aún decirlo.
Las Catacumbas.
Esta especie de galerías subterráneas sirvieron a los primeros cristianos de cementerio, además de ser su lugar de culto, reunión e incluso escondite ante las persecuciones que llegaron a sufrir. En aquellos tiempos, si un cristiano alcanzaba una catacumba podía acogerse a sagrado, pues como tal eran consideradas las necrópolis entre los romanos. Existen como mínimo cinco de estas catacumbas, cuyas entradas se hallan generalmente en ciertas iglesias, aunque los rumores de que al menos la mayoría están intercomunicadas son persistentes, así como los que dicen que existen otras entradas, acaso situadas en el Foro. Lo cierto es que nadie conoce su verdadera extensión, ni si contienen en su interior algo más que arañas y polvo de huesos humanos, si sirven de escondite a bandidos o sectarios, o si algún horror impío acecha en sus profundidades. Nadie podría trazar su mapa, ni mucho menos completo, y nadie parece tener intención de comprobar si guardan algún tesoro olvidado en su interior. La sensación que generan para los que se asoman a sus entradas es de temor y de algo parecido al vértigo: En cualquier caso no parece que conserven el olor de santidad ni el aura de lo sagrado.
No son las catacumbas los únicos túneles bajo Roma, ya que se conocen algunas entradas a las viejas alcantarillas, hoy en desuso, de las que a veces se desbordan líquidos hediondos, o salen desagradables ratas o nubes de murciélagos. Sin mantenimiento de ningún tipo, es posible que parte de ellas se haya derrumbado o que corra riesgo de hacerlo, pero nadie se arriesga a entrar para comprobarlo.
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