Amen dico vobis sunt quidam de hic stantibus qui non gustabunt mortem donec videant Filium hominis venientem in regno suo.
Mateo, 16,28.
Cuenta una leyenda que, estando nuestro Señor camino del Calvario, martirizado por el peso de su cruz y azotado por quienes le llevaban cautivo, trató de descansar unos momentos en el peldaño de un zaguán, siendo arrojado de allí por un judío despiadado que le dirigió acerbas palabras. Contestóle nuestro Señor que Él se marchaba, pero que él no se marcharía hasta su vuelta. De tal modo, que el judío no envejeció ni murió después de aquello, y vaga aún por el mundo, encontrando necesario el descanso de la muerte tras su larguísima vida sin haber posibilidad de hallarlo, lamentando para siempre su acritud para con el Cristo.
El primero en poner en papel esta historia fue un monje cronista inglés allá por el siglo XIII, que copió la historia tal como la relató a sus anfitriones un arzobispo armenio que se hallaba de visita en aquel país norteño, y que decía haberse entrevistado con el mismo Judío Errante. Desde entonces alguien, cada cierto tiempo, anuncia haberle encontrado en cierto lugar incluso indicando haber hablado con él, pero lo cierto es que el misterioso personaje, si es que es el mismo, desaparece siempre antes de que se puedan realizar precisas averiguaciones. Se dice que es un hombre de luengas barbas y cabellos recogidos con una cinta de tela que le recorre la frente, y que viste con la sencillez y aún pobreza de un humilde peregrino. Es conocido por varios nombres, como Cartaphilo, Ahasvero, Ausero, Avadoro, Samar o Juan-de-espera-en-Dios. Se dice que era el portero de la casa de Pilatos, o que era un zapatero a las puertas de cuyo local se quiso sentar el Señor, e incluso hay quien dice que es el mismo José de Arimatea, que trató tras la crucifixión de reparar, en parte, su error…
Lo único cierto acerca del Judío Errante es que no puede morir ni pasar más de dos semanas en el mismo lugar. Condenado a errar hasta los tiempos de la Parousía, huye perpetuamente de la pobreza, del hambre y del cansancio sin llegar a escapar nunca de ellos. Malvive de mil trabajos o recurriendo a otros mil trucos. Se sabe que ha realizado curaciones y exorcismos, sobre todo estos últimos, sin pretender obtener nada a cambio salvo el profundo arrepentimiento o conversión al cristianismo de quienes hayan sido objeto de su ayuda.
No suele revelar su identidad, ya que es raro que no cause cierto desasosiego o sospecha en sus semejantes, y teme que le hagan daño. Y aún entonces no podrá hallar la muerte pues, como sabe por experiencia, cualquier golpe o puñalada le hará sentir su dolor pero no dejará marca en su cuerpo ni acabará con su vida (en cualquier caso, ni posee armas con que defenderse ni sabría manejarlas). Incluso las fieras salvajes le evitan, como si hubieran asco de comérselo o como si vieran en él otra fiera aún peor. Si por ventura delante de alguien se toca o rasca en la cinta que le recoge el pelo, ése no podrá reprimir un escalofrío o una horripilación. Y si se la retirara mostraría en su frente una pequeña cruz de fuego ardiente, haciendo padecer un turbulento e incapacitante terror a quien la viera: Como ocurrió con Caín, el Judío Errante está marcado por Dios, a la vez guardándolo de ninguna ira que no sea la Suya y señalándolo como condenado.
El primero en poner en papel esta historia fue un monje cronista inglés allá por el siglo XIII, que copió la historia tal como la relató a sus anfitriones un arzobispo armenio que se hallaba de visita en aquel país norteño, y que decía haberse entrevistado con el mismo Judío Errante. Desde entonces alguien, cada cierto tiempo, anuncia haberle encontrado en cierto lugar incluso indicando haber hablado con él, pero lo cierto es que el misterioso personaje, si es que es el mismo, desaparece siempre antes de que se puedan realizar precisas averiguaciones. Se dice que es un hombre de luengas barbas y cabellos recogidos con una cinta de tela que le recorre la frente, y que viste con la sencillez y aún pobreza de un humilde peregrino. Es conocido por varios nombres, como Cartaphilo, Ahasvero, Ausero, Avadoro, Samar o Juan-de-espera-en-Dios. Se dice que era el portero de la casa de Pilatos, o que era un zapatero a las puertas de cuyo local se quiso sentar el Señor, e incluso hay quien dice que es el mismo José de Arimatea, que trató tras la crucifixión de reparar, en parte, su error…
Lo único cierto acerca del Judío Errante es que no puede morir ni pasar más de dos semanas en el mismo lugar. Condenado a errar hasta los tiempos de la Parousía, huye perpetuamente de la pobreza, del hambre y del cansancio sin llegar a escapar nunca de ellos. Malvive de mil trabajos o recurriendo a otros mil trucos. Se sabe que ha realizado curaciones y exorcismos, sobre todo estos últimos, sin pretender obtener nada a cambio salvo el profundo arrepentimiento o conversión al cristianismo de quienes hayan sido objeto de su ayuda.
No suele revelar su identidad, ya que es raro que no cause cierto desasosiego o sospecha en sus semejantes, y teme que le hagan daño. Y aún entonces no podrá hallar la muerte pues, como sabe por experiencia, cualquier golpe o puñalada le hará sentir su dolor pero no dejará marca en su cuerpo ni acabará con su vida (en cualquier caso, ni posee armas con que defenderse ni sabría manejarlas). Incluso las fieras salvajes le evitan, como si hubieran asco de comérselo o como si vieran en él otra fiera aún peor. Si por ventura delante de alguien se toca o rasca en la cinta que le recoge el pelo, ése no podrá reprimir un escalofrío o una horripilación. Y si se la retirara mostraría en su frente una pequeña cruz de fuego ardiente, haciendo padecer un turbulento e incapacitante terror a quien la viera: Como ocurrió con Caín, el Judío Errante está marcado por Dios, a la vez guardándolo de ninguna ira que no sea la Suya y señalándolo como condenado.
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