miércoles, 28 de noviembre de 2012

Yelmos maravillosos.

Las armaduras suelen ser, siempre, unas piezas de por sí caras, y en las que lo práctico predomina necesariamente sobre lo estético. Precisamente por ello aquellas armaduras embellecidas tal vez con un grabado a buril, con varios metales de distintos tonos de color, o con unos rebordes forjados en forma de soga, distinguen generalmente a las guardias de élite o a los oficiales de la tropa, por habérseles añadido un valor refinado que, sin duda, ha debido ser cuantiosamente pagado...

De una coraza atribuida al artesano Kolman Helmschmied, 1510-1520.

De una reconstrucción moderna, de la Armory Marek.

Una borgoñota con celada de estilo gótico, de la empresa moderna Armstreet, con ventanas para el aire en forma de corazón.

Los guerreros armados con piezas como estas serán, al entrar su unidad en formación, puestos en las primeras líneas. Esto desmoraliza hasta cierto punto al enemigo, que se ve atacado por un ejército de aspecto glorioso y vencedor...

Eso sí, cuando se llega más lejos en sofisticación fabricando un arma o una armadura, cuando se le añade oro o piedras preciosas a su composición o cuando sus formas fantásticas anteponen lo estético a lo práctico, estamos sin duda ante un arma de parada: Un objeto de lujo, un tesoro familiar, una vestimenta celebrativa de la herencia caballeresca del personaje que la porta, pero sin duda alguna no realizada para luchar con ella, sino para portarla en paradas, triunfos y desfiles. Se encargaban a famosos artesanos que formaban parte de verdaderas sagas, como los Negroli, los Helmschmied o los Seusenhofer.


Barbota veneciana.

Yelmo de parada morisco, de finales del siglo XV.


Yelmo de la Armadura de la Guarnición de las Máscaras,
del emperador Carlos, por Filippo Negroli, 1539.


Yelmo de la armadura de parada de Enrique, Delfín de Francia,
por Filippo Negroli, 1540.

Yelmo con rostro bigotudo, por Kolman Helmschmied, 1515.


Yelmo cornudo, regalo del emperador
Maximiliano a Enrique VIII de Inglaterra,
obra del artesano austriaco
Konrad Seusenhofer, 1514.

Yelmo con cabeza de gallo,
Augsburgo, 1530.








Yelmo con forma de cabeza de grifo, italiano, 1550.


Celada del emperador Carlos, obra de Desiderius Helmschmied, 1540.


Yelmo de estilo "clásico"
obra de Desiderius
Helmschmied, 1547.


Yelmo también "clásico" del príncipe de Austria Fernando de Habsburgo-Jaguellón, obra de Filippo Negroli, 1550.


El yelmo de la fabulosa Armadura del Dragón, realizada por
Filippo Negroli para Guidobaldo Della Rovere en 1532,
con la cual el orgulloso aristócrata se hizo retratar.

Un yelmo como estos (o, simplemente, uno de ellos) podría aparecer en una historia de Feldkirch como parte de un tesoro a recuperar o como una herencia a reivindicar... Sobre todo si se tienen más partes de una armadura a la que pertenezca. En términos de juego, tendrían el Factor de Resistencia de una armadura normal, pero sus joyas, lacas y metales nobles se romperían y perderían durante un combate, con lo que nadie en su sano juicio las usaría para tal cosa.

Por otra parte, algunos de los ejemplos menos lujosos y más "recios" (como el gallo o el grifo antes vistos) podrían formar parte de una armadura "más normal" perteneciente a un PJ, o a un PNJ memorable, siempre y cuando la partida no se convierta en un desfile de armaduras raras, manteniendo así la potencialidad de sorpresa y maravilla que un elemento extravagante puede tener en una narración de "baja fantasía". Pensemos simplemente en el yelmo que luce el personaje Sandor Clegane "El Perro" (Rory McCann) en la serie "Juego de Tronos" de HBO. Seguro que ahora no nos parece algo tan fantasioso...

lunes, 12 de noviembre de 2012

Demonología: El Judío Errante.

Amen dico vobis sunt quidam de hic stantibus qui non gustabunt mortem donec videant Filium hominis venientem in regno suo.
Mateo, 16,28.

Cuenta una leyenda que, estando nuestro Señor camino del Calvario, martirizado por el peso de su cruz y azotado por quienes le llevaban cautivo, trató de descansar unos momentos en el peldaño de un zaguán, siendo arrojado de allí por un judío despiadado que le dirigió acerbas palabras. Contestóle nuestro Señor que Él se marchaba, pero que él no se marcharía hasta su vuelta. De tal modo, que el judío no envejeció ni murió después de aquello, y vaga aún por el mundo, encontrando necesario el descanso de la muerte tras su larguísima vida sin haber posibilidad de hallarlo, lamentando para siempre su acritud para con el Cristo.

El primero en poner en papel esta historia fue un monje cronista inglés allá por el siglo XIII, que copió la historia tal como la relató a sus anfitriones un arzobispo armenio que se hallaba de visita en aquel país norteño, y que decía haberse entrevistado con el mismo Judío Errante. Desde entonces alguien, cada cierto tiempo, anuncia haberle encontrado en cierto lugar incluso indicando haber hablado con él, pero lo cierto es que el misterioso personaje, si es que es el mismo, desaparece siempre antes de que se puedan realizar precisas averiguaciones. Se dice que es un hombre de luengas barbas y cabellos recogidos con una cinta de tela que le recorre la frente, y que viste con la sencillez y aún pobreza de un humilde peregrino. Es conocido por varios nombres, como Cartaphilo, Ahasvero, Ausero, Avadoro, Samar o Juan-de-espera-en-Dios. Se dice que era el portero de la casa de Pilatos, o que era un zapatero a las puertas de cuyo local se quiso sentar el Señor, e incluso hay quien dice que es el mismo José de Arimatea, que trató tras la crucifixión de reparar, en parte, su error…

Lo único cierto acerca del Judío Errante es que no puede morir ni pasar más de dos semanas en el mismo lugar. Condenado a errar hasta los tiempos de la Parousía, huye perpetuamente de la pobreza, del hambre y del cansancio sin llegar a escapar nunca de ellos. Malvive de mil trabajos o recurriendo a otros mil trucos. Se sabe que ha realizado curaciones y exorcismos, sobre todo estos últimos, sin pretender obtener nada a cambio salvo el profundo arrepentimiento o conversión al cristianismo de quienes hayan sido objeto de su ayuda.


No suele revelar su identidad, ya que es raro que no cause cierto desasosiego o sospecha en sus semejantes, y teme que le hagan daño. Y aún entonces no podrá hallar la muerte pues, como sabe por experiencia, cualquier golpe o puñalada le hará sentir su dolor pero no dejará marca en su cuerpo ni acabará con su vida (en cualquier caso, ni posee armas con que defenderse ni sabría manejarlas). Incluso las fieras salvajes le evitan, como si hubieran asco de comérselo o como si vieran en él otra fiera aún peor. Si por ventura delante de alguien se toca o rasca en la cinta que le recoge el pelo, ése no podrá reprimir un escalofrío o una horripilación. Y si se la retirara mostraría en su frente una pequeña cruz de fuego ardiente, haciendo padecer un turbulento e incapacitante terror a quien la viera: Como ocurrió con Caín, el Judío Errante está marcado por Dios, a la vez guardándolo de ninguna ira que no sea la Suya y señalándolo como condenado.