martes, 12 de febrero de 2013

En garras de la Inquisición.

En estos juicios no se menciona ni la acusación ni el nombre del acusado. A los reos sólo se les pregunta si quieren confesar. Si responden que no, no habiendo cometido delito alguno, no tienen por qué confesar, son sometidos a tortura sin más dilación. Esta repítese a intervalos, hasta que el sospechoso se confiesa culpable, o bien se agota la perseverancia de los interrogadores, mas sin un reconocimiento expreso de culpa, la Inquisición jamás pronuncia la definitiva condena de sus prisioneros.
(…) Decididos a hacerle confesar no sólo los crímenes que había cometido, sino también otros de los que era inocente, los inquisidores comenzaron a interrogarle. (…) Fue sometido a los suplicios más atroces que jamás haya inventado la crueldad humana. No obstante, la muerte resulta tan espantosa cuando uno es culpable, que tuvo la suficiente entereza para persistir en su negativa.

(…) De vuelta al calabozo, comprobó que los sufrimientos de su cuerpo eran mucho más soportables que los de su espíritu. Sus miembros desencajados, sus uñas de pies y manos arrancadas, sus dedos machacados y partidos por la presión de los tornillos, no eran nada en comparación con la angustia y la agitación de su alma y la vehemencia de sus terrores. Veía claramente que, fuese culpable o inocente, sus jueces sentíanse inclinados a condenarle.
(…) Temblaba ante la proximidad del auto de fe, ante la idea de perecer en la hoguera, de escapar de los tormentos soportables sólo para caer en otros más insidiosos y duraderos. Su imaginación dirigíase con pavor al más allá de la tumba y no podía ocultársele con cuanta razón debía temer la ira divina. Perdido en este laberinto de terrores, de buena gana habríase refugiado en las tinieblas del ateísmo, de buena gana hubiese negado la inmortalidad del alma, habríase convencido de que una vez cerrados sus ojos nunca volverían a abrirse, y que su cuerpo y su alma serían aniquilados al mismo tiempo. Incluso este recurso se le negaba. (…) No podía impedir sentir la presencia de Dios. Aquellas verdades que antaño fueran su consuelo, aparecían ahora ante él en toda su evidencia, mas sólo para volverle loco.
Matthew Gregory Lewis, "El Monje".

La ilustración de esta entrada es del genial Mike Mignola.